Por Ollin Islas
Muchos venimos de una generación en la que los golpes de los padres eran algo “normal”. La violencia física no se cuestionaba y se consideraba un derecho de quienes querían “lo mejor para sus hijos”. Esta idea estaba –y, desafortunadamente, aún está– impregnada incluso en las leyes. Hace 30 años, por ejemplo, se consideraba hasta cierto punto que lo ocurrido dentro de tu casa era algo privado y, por lo tanto, no era asunto de las autoridades ni de nadie más.
Con el tiempo algunas cosas cambiaron. Hoy se comprende más que antes –o al menos, ya está en el debate público– que golpear a una mujer es violencia de género, no un derecho de un sujeto iracundo, incapaz de controlar sus emociones. Sin embargo, en muchos sectores prevalece la idea de que los niños son propiedad de los padres y que utilizar el castigo corporal, a la larga, es benéfico para moldear el carácter.
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Es verídico: uno se topa cada cierto tiempo en las redes con posts en contra del uso del cinturón como medida correctiva que están repletos de comentarios de quienes fueron niños violentados, hoy adultos que usan el mismo método que utilizaron con ellos, y que justifican o defienden esta postura bajo un argumento que probablemente les repitieron hasta el cansancio: “los golpes hacen a los niños mejores personas”.
La realidad es que, independientemente de lo “buenos” o “malos” que seamos, hay un hecho indiscutible: una máxima sustentada por la ciencia y por organizaciones que trabajan con la infancia desde siempre, como la UNICEF, es que la violencia genera más violencia. Para ser exactos, la disciplina violenta aumenta 1.6 veces el riesgo de que los niños reproduzcan esa violencia hacia otros niños y adultos.
Pero alejémonos de la frialdad de los números. Las cifras de UNICEF nos están diciendo con toda claridad que no, aunque nos guste creerlo, la disciplina violenta no nos convirtió en “personas de bien”. Probablemente lo somos, pero gracias a nuestra resiliencia o porque a lo largo de nuestras vidas encontramos herramientas para vincularnos de manera positiva con otros. Eso, aunque nos cueste aceptarlo, no se logra con violencia, sino exactamente del modo contrario.
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Las cifras también sugieren otra realidad distinta a la que defienden quienes justifican el castigo corporal: esos adultos que han educado a golpes durante generaciones posiblemente contribuyeron a que germinara una sociedad incapaz de escuchar, sentir empatía y solidarizarse con los demás y que ejerce violencia contra otros de múltiples formas que nos impiden crecer en todos los sentidos. La sociedad del yo primero, del yo siempre tengo la razón. La sociedad del si no es a mi manera te insulto y te violento. Una sociedad que vive en absoluta soledad.
En uno de los talleres sobre derechos de la infancia en el que participé, la tallerista nos condujo a través de un ejercicio que ejemplifica muy bien algunos momentos de la crianza: nos pidió que pensáramos en alguna cosa negativa o incorrecta que hubiéramos hecho contra un niño y una muy positiva. Después nos pidió que contáramos nuestras emociones. Recordar un episodio violento, por supuesto, nos hacía sentir avergonzados y culpables; los actos amorosos, en cambio, nos hacían sentir felices, orgullosos, gozosos. Cualquier madre podrá constatar que lo mismo ocurre en el día a día con nuestros hijos.
La crianza amorosa es una alternativa no solo necesaria: es urgente. Ella implica un trabajo profundo en uno mismo: ser amorosos no es “ser barcos”; ser amorosos es ser capaces de buscar herramientas de disciplina y comunicación no violentas, es tener una mente abierta, es comprender que los hijos no son extensiones nuestras ni nacieron para cumplir nuestras expectativas, es autoregulación, es saber que podemos equivocarnos y que pedir perdón y cambiar el rumbo siempre será una alternativa. También hay que estar dispuesto a navegar contra corriente en un mundo en el que el odio, la violencia y la agresión son la regla, y el amor se ha convertido en una elección revolucionaria.
La crianza amorosa y sin maltrato se siente muy bien. Solo tenemos que ponerla en práctica para comprobarlo.
*Ollin Islas es periodista, promotora de los derechos de niños, niñas y adolescentes y fundadora de Morritos, una asociación civil que trabaja para prevenir la violencia sexual y todo tipo de maltrato contra las infancias.
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